Recuerdo perfectamente el día que comencé a caminar descalza. Ese día, cuando me quité mis zapatillas de senderismo, él, a mi lado, tratando de apabullar el pánico que la situación le causaba, se burló y medio me regañó diciendo que me lastimaría, que dolerían mis pies, que no fuera idiota y me volviera a calzar. Yo, ya consciente de la personalidad de mi amado, lo miré de perfil y esbocé una sonrisa bastante clara. Estaba siendo estúpido, dijo él y se disculpó exhalando un suspiro, ahora tratando de contener el odio que yo le provocaba cuando le hacía notar sus errores. Así comenzamos a andar en medio de la vegetación, tomados de la mano, lado a lado. Él cubierto hasta la cabeza con un abrigo de invierno naranja, bastante llamativo (Los colores llamativos eran beneficiosos en aquel lugar) y yo ligera, un abrigo simple, descalza. A veces alguna rama o piedra se me clavaba en la planta del pie, pero solo me limitaba a poner una pequeña mueca y proseguir la caminata. Pasado un tiempo los pies dejaron de doler y se acostumbraron a las irregularidades del camino.
Era la primera vez de ambos en aquel sitio y, tal como decían, allí mismo se podía percibir el aroma de la muerte. La muerte dejaba de ser abstracto y pasaba a convertirse en concreto. Podíamos ver la muerte, olerla, escucharla e incluso saborearla en el aire que se nos metía por la boca cuando el ritmo de la caminata se hacía bastante pesado para nuestros pulmones. Casi hasta resultaba abrumador que tuviéramos a la muerte tan encima de nuestros hombros, fatigando lo que debía ser una última caminata preciosa, teniendo en cuenta el tiempo que nos llevó planear aquella excursión y todos los sacrificios que nos tomaron para poder costearla.
En cuanto los temas superficiales de conversación se agotaron y comenzamos a caminar en silencio, lo miré de reojo por unos segundos. Lo había conocido a la temprana edad de 15 años. En esa etapa, para mí, él era un hombre de mundos, un ser inalcanzable de inteligencia incomparable. Él tenía 30, yo 15. Nos enamoramos para resumir la historia. A mis 18 años, nos casamos y, tomados siempre de la mano como en aquel momento, partimos a Tokio juntos, tentados por la utópica idea de volver realidad nuestros sueños y aspiraciones porque, en aquel momento (y probablemente ahora también), creíamos que al estar juntos todo iba a ser posible.
Sin embargo, Tokio no estaba preparado para nuestro amor, o quizás lo correcto sería decir que nosotros no estábamos preparados para Tokio. Tokio ignoraba nuestra alegría de reciente amor. Tokio simplemente arrasó con ambos con sus ajetreados ritmos, con sus mentiras, con sus esquinas sucias y sus turbios secretos. Tokio se nos burló en la cara, arrebatando poco a poco esa alegría bañada en esperanzas. Cuando veía el dinero de la cuenta bancaria, pensaba que Tokio era así, filtrador. Si no nos apresurábamos para soportar a Tokio, él terminaría por fagocitarnos…
Y ocurrió.
Pasado un tiempo, dejé de verlo como el hombre más sabio de mi vida. Se fue desprendiendo del papel de ejemplo a seguir y lo reconocí como lo que era: Un simple humano incapaz de cumplir sus sueños, frustrado por la situación de chocar miles y miles de veces contra aquella pared que negaba sus sueños. Y él me vio como lo que era: Una inexperta que comenzaba a vivir, creyendo que la vida era como un par de capítulos de un drama con final feliz. Pero… No todos los finales son felices. No para las mujeres que acceden a caminar descalzas.
Una vez que él y yo pudimos reconocer nuestra humanidad y comenzar a comprender el ritmo de la ciudad, ésta volvió a arrastrarnos como las olas que rompían en la orilla de mar el día que me dijo que el amor se le había acabado. ¿Cómo se acaba el amor?, me pregunté. Pero era así. A él se le había acabado el amor. El amor hacia Tokio, hacia sus sueños, hacia él y sobre todo, hacia mí.
—¿Qué quieres hacer? —Le pregunté, ya esperando aquel comentario de su parte.
—Quiero acabar con todo…
Y así terminamos viajando a Aokigahara. Y así, caminaba descalza a su lado, mientras él temblaba más y más a medida que nos íbamos adentrando en el bosque.
—¿Tus pies no duelen?
—No.
—¿Por qué te los quitaste?
—Jamás me gustaron y de todas formas no los necesito.
—¿Crees que aquí está bien?
—Sí, estamos bien adentrados y no podrán vernos.
Él no respondió. Se detuvo solo porque lo hice y, como nuestras manos seguían unidas, pude percibir el miedo que corría por su piel. Lo sabía. Era un hombre inseguro, indeciso, que solo pude ver seguro en dos cosas: Una, cuando me amó y dos, cuando dijo que ya no lo hacía.
Nos soltamos de las manos y nos quitamos nuestras mochilas. Como moría de sed, bebí un sorbo de agua, mientras miraba de reojo a mi amado. Sus pupilas temblaban aunque se veía confiado a la hora de sacar los cuchillos que habíamos elegido usar. Pasamos mucho tiempo planificando nuestras muertes. Pensamos en asfixiarnos colgándonos de unas ramas, pero no nos agradó la idea de escalar árboles. Envenenarnos, pero no teníamos tanto dinero. Así que optamos por cortar nuestras venas, sentarnos en un árbol abrazados y dejar que la vida se nos fuera lentamente por nuestras heridas. Sí, eso había planificado mientras él asentía cada vez más pálido, sin poder encontrar el valor de detenernos. Sí, así era él. Si él no me decía que no, entonces proseguiría con el plan de nuestra muerte. Las mujeres que andamos descalzas no damos marcha atrás.
Comimos en silencio, sentados uno frente al otro, y cuando terminamos nos abrazamos por una hora. No dijimos ni una palabra. Ya estaban todas dichas. Ya nos habíamos amado en todos esos años y nos odiamos en estos últimos meses. Decir algo en ese momento sería como la broma trágica de la vida.
Finalmente él sacó las cuchillas del bolso y me entregó una, la que recibí con naturalidad. Mi mente estaba completamente lista para ese momento desde que lo conocí. Lo había amado con tanta vehemencia y seguía siendo así, pese a todo, que la idea de continuar la vida sin él no se me hacía muy apetitosa. Además, como él sabía, yo simplemente era una inexperta de la vida. Dependía de él en todo y mi promesa había sido firme: Haremos todo juntos hasta el final.
Frente a frente, nos arremangamos y presionamos la punta de las cuchillas sobre nuestras muñecas. Yo la derecha, él la izquierda. El aire se había vuelto más pesado y ahora la muerte era una persona más, sentada entre nosotros, salivando con impaciencia y haciendo apuestas con ella misma sobre quién sería el primero en llevarse. Nos miramos a los ojos. Él temblaba más, pálido, sin poder comprender por qué yo lucía tan relajada en ese momento.
—¿Lo harás? —preguntó el cobarde, ahora temblando con más notoriedad.
—Dijimos que lo haríamos —le respondí, procurando no sonreír por su esperada reacción—. ¿Quieres que lo haga primero?
Tardó, pero terminó por asentir. Quizás esperaba que dijera que no, que me detuviera en ese momento y salir de allí antes de que la muerte terminara por alimentarse de nosotros. O quizás, quería que él lo hiciera primero y así me demostraría que tan fiel era a sus palabras y cuán perdido estaba.
—De acuerdo —suspiré y tuve cuidado en no permitir que ninguna de mis expresiones o tono de voz dejara ver lo cobarde que consideraba que era.
Coloqué la punta de la cuchilla y, tras tomar aire, comencé a presionar en ella, conteniendo el dolor que iba en aumento, así como el inevitable miedo que había ocultado de él. La sangre comenzó a emanar y yo, manteniendo la misma presión, empecé a descender la cuchilla de manera vertical. Las lágrimas escaparon de mis ojos y jadeos de dolor, ante él, quien me miraba todavía anonado, más pálido que antes y paralizado. Quería gritarle, decirle que era su turno, que no fuera un maldito desgraciado, pero aquello requeriría de una fuerza que estaba buscando destinar para mi siguiente brazo. Cuando terminé el corte, mi piel pálida era un mar rojo, así como mi rodilla y las plantas que crecían en las raíces del árbol donde nos ocultamos. Temblando, un poco más débil que el principio, pasé a agarrar la cuchilla con la otra mano y presionarla en la punta de mi otro brazo. Tras el primer corte, mi miedo ya no era tanto y el dolor era tan grande que no podía sentirlo. Presioné, hundí y corté. Rápido, eficaz y valiente. La cuchilla cayó con un sonido sordo y se perdió entre hongos y helechos, y yo me dejé caer en una de las supremas raíces de ese árbol viejo. Comenzaba a sentirme más cansada, mareada y, por sobre todo, relajada. Como alguien que se tira de un paracaídas por primera vez. Entonces, lo miré, tratando de enfocar mi vista en él. Estaba limpio, ni un corte, ni una gota, nada.
—No… No puedo… —dijo al fin y, como llevado por el mismo diablo, comenzó a guardar sus cosas de forma veloz y torpe.
De no ser que mi cuerpo estaba desprendiéndose de litros de sangre que requería, me abría parado y abierto sus venas yo misma. O me habría reído a carcajadas de él, dejando de temer al enojo que le daba cuando sabía que yo estaba en lo cierto y él no.
—¿Qué harás? —Pregunté, en un susurro. Mi vista se había nublado completamente y opté por cerrar los ojos, cada vez con más frío, cada vez más perdida. Cuando estaba por agregar que dudaba mucho llegar al hospital con vida, él respondió:
—Iré a buscar el auto y pedir ayuda. Volveré por ti. Lo prometo.
Lo prometo. Lo prometo. Las palabras hicieron eco en mí y abrí mis ojos por unos momentos. Lo vi parado, colocándose su mochila. Volví a cerrar mis ojos y lo abrí en un lapsus que yo consideré corto, mas no para él, que ahora me decía algo intentendible cerca de mi rostro. Los cerré y cuando los abrí, ya no había nadie. Solo quedaba, sentada delante mío, la muerte esperando pacientemente a que el efecto de los cortes hiciera lo suyo. La muerte, al igual que yo, iba descalza. Haciendo uso de mis últimas gotas de fuerza moví mi cabeza para buscarlo, pero no estaba más. Se había ido. Me había abandonado allí, a morir en el bosque donde las personas vienen con esa misma finalidad. A diferencias de ellas, yo no quería morir por mí, quería morir por él. Morí por él. Él me asesinó y yo, confiada, no pude ni preverlo. Perdidamente enamorada de él como siempre, me había descalzado en la entrada al bosque. Porque aquel bosque sería nuestro nuevo hogar, donde nuestras almas despreocupadas estarían por siempre juntas. Pero ahora… estaba sola, muriendo allí, con mis pies cansados e incapaces de tolerar una vez más el dolor del camino de vuelta para buscarlo. Me dejé caer en la rama y percibí como la muerte se inclinaba a mí, aspirando mis últimas gotas de vida.
Ahora soy la mujer que vaga descalza por el bosque, esperando a que aquel cobarde encuentre la valentía de volver a mi lado, como su promesa, porque solo a su lado soy capaz de todo. Y porque lo amo. Lo amo tanto que cada noche, me escapo de mi hogar y lo observo mientras duerme, ya más relajado, sin deudas que pagar ni una mujer inexperta dependiendo de él. A veces mi recuerdo le trae pesadillas y lo escucho sollozar. Una parte de mi cree que lo merece, pero otra se mete en su cama y le susurra hasta calmarlo y despertarlo, bañado en sudor frío, mirando con los ojos anegados en lágrimas las huellas de pequeños pies embarrados que dejo alrededor de su cama en mis pequeños paseos nocturnos.