La vendedora de almas

Tenía 18 años recién cumplidos cuando recibí una llamada telefónica de mi abuelo.

No era raro que me llamara para el día de mi cumpleaños. Todos los años, sin falta, lo hacía. Luego, no volvíamos a hablar hasta mi próximo cumpleaños.

Las charlas tampoco eran tan diferentes. Él preguntaba: ¿Cuántos años has cumplido hoy? Yo respondía. Y él decía, al cabo de unos segundos en silencio, con cierto tono decepcionado: mmh, bueno. Feliz cumpleaños, nieta. Te mando un regalo con tu tía. Nos veremos pronto.

Pero nunca nos veíamos y sus regalos eran extraños. Primero, para mi cumpleaños número 15, me regaló un libro viejo y empolvado, con páginas amarillentas y cierto aroma a humedad. El libro se llamaba “el jardín de las almas”, de un autor  anónimo. Básicamente, trataba del viaje de un alma, a través de diferentes estados y épocas. Era entretenido hasta cierto punto. Luego de eso, hablaba sobre los cuidados del alma. Mi abuelo había adjuntado una carta que decía “Espero te sirva” ¿Para qué? No sé, pero fue un regalo agradable.

A los 16 años, me regaló una caja de música que no funcionaba. En realidad, no tenía sonido. Al abrirla, una bailarina pequeña danzaba en su lugar, en silencio. La caja estaba empolvada, tapizada con terciopelo rojo escarlata y su espejo estaba gastado y casi ni reflejaba. Mi abuelo adjuntaba una nota con la misma frase. Pues, la caja me servía para guardar mis pendientes.

A los 17, me regaló algo diferente y aunque lucía igual de pasado en años, estaba sin uso. Era un cuaderno de notas. Muy bonito. Sus hojas estaban en blanco, de algún material orgánico. Con una tapa a flores, vintage y un lápiz sencillo. Esta vez, su nota decía: No lo escribas hasta que te diga.

Y luego, llegaron mis 18 años.

En la mañana recibí la llamada que esperaba.

―¿Cuántos años cumples hoy? ―Preguntó como siempre. Su voz sonaba más seca y apagada. Posiblemente había envejecido mucho más en este año.

―Cumplo 18 años, abuelo ―respondí como siempre. Hubo una pausa, muy pequeña y un suspiro.

―¡Por fin tienes 18 años, querida! ―Ese vejez que detonaba su tono, de pronto desapareció. Ahora, sentía que hablaba con un hombre mayor, pero joven. Incluso podía percibir cierta alegría―. Ha llegado el momento de que conozcas la tienda de las almas. Estaba esperando con ansias que llegara el día en que pudieras conocernos.

En 1950, mi bisabuelo compró una tienda de antigüedades por medio de una subasta. La compró a un precio realmente bajo, puesto que la fama de las tiendas de antigüedades en ese momento, no era tan alta. Aún así, ignorando los comentarios maliciosos de mi bisabuela, él fue feliz con su tienda, la que atendió hasta su muerte. Tras su muerte, le siguió su hijo mayor, mi abuelo. Ya para entonces, la tienda era bastante popular. Mi abuela viajaba constantemente a diferentes subastas para poder conseguir el material de venta. Muebles antiguos. Espejos. Muñecas. Cajas musicales. Frascos de perfumes. Vestidos. De todo. Los dos estaban muy felices y orgullosos de su tienda de antigüedades.

A mi madre, en cambio, le aterraba la tienda. No le gustaba pasearse entre sillones donde posiblemente había muerto su propietario. Vestidos que alguna vez fueron usados en mujeres que ya eran polvo en la tierra. O muñecas de porcelana que seguían sus movimientos con sus ojos fríos. Lo detestaba. Sobre todo, porque cuando estaba sola en la tienda, sentía susurros a sus espaldas. Muchas voces a la vez que murmuraban cosas, entre ellas escuchaba su nombre, el de su madre y padre. Reían. Se atropellaban. Pero cuando volteaba a ver, no había nada. Ni un alma.
Tras mi llamado por mi decimoctavo cumpleaños, mi abuelo mandó a mi tía a buscarme inmediatamente. Me dijo que no debía preocuparme por mis padres, que ellos ya estaban avisados de que pasaría mis vacaciones con él. Debo confesar que la idea de acompañar a un anciano que no veía hace años, en una tienda empolvada y vieja, en lugar de estar con mis amigos, no resultaba muy tentadora.  Pero no encontré excusa para salvarme. A toda costa, mi abuelo me quería a su lado en ese verano.

Mi tía no tardó en aparecer en casa. Mi madre había preparado mi equipaje, en silencio, con una expresión pesada que buscaba animarme en mi pequeña visita. La pasarás bien con el abuelo, me decía.

―Siento no acompañarte, pero el abuelo no quiere que yo vuelva a pisar la tienda. Dice que le espanto a sus amigos. Que ellos no me quieren. Tu abuelo está medio loco, pero es un muy buen hombre y muy inteligente. Estoy segura que aprenderás muchas cosas interesantes en estos meses.

En cuanto llegué, me encontré con todo lo que me imaginaba. Una tienda gigante, de dos pisos con un techo altísimo. Vieja, llena de polvo y años. Su interior estaba desordenado y oscuro. Los muebles se amontonaban en un rincón. Las muñecas permanecían colgadas de sus cuellos. aun así, no había ni una sola mota de polvo encima de ellos. Estaban limpios, relucientes como nunca. Me pareció raro que mi abuelo tuviera tiempo de limpiar día tras día cada uno de esos muebles.

Diferente a lo que esperaba, la tienda estaba repleta de personas. Parejas jóvenes, niños, mayores. De distintos tipos y países. Todos inspeccionaban los muebles, se probaban los vestidos. Las niñas jugaban con las muñecas. La tienda parecía una especie de reunión o fiesta en mi honor. Digo en mi honor, porque apenas entré, todos los ojos recayeron en mí. La gente me miraba, me contemplaba con alegría, cierta emoción y recelo. Se murmuraban cosas, se miraban. Una mujer golpeó a su esposo, quien se mantenía distraído mirando un espejo, para que se volteara a verme ¿Todos aquellos me esperaban?  Por otro lado, mi abuelo no daba señas de estar allí.

―Vamos, vamos ―dijo mi tía, apareciendo detrás mío con mi bolso―. Toma, agárralo y vayamos. Nos espera tu abuelo para hablar.

Sujeté mi pequeña valija y continúe mirando a las personas. Estos, poco a poco, volvieron a lo que estaban haciendo antes. Mi tía caminaba delante mío, sin mirarlos ni saludarlos, cosa que me pareció algo rara.

―Hay muchas personas aquí ―comenté, mientras corría para alcanzar.

Mi tía lanzó un bufido malhumorado y esa fue toda la conversación que tuvimos hasta llegar al despacho de mi abuelo. Me preocupaba que dejaran la tienda abierta y solitaria, con tantos clientes en ella. Pero como mi tía no daba señales de preocuparse, ni mi abuelo, al parecer, decidí callar y seguir su paso.

El despacho se encontraba subiendo las escaleras ruidosas de madera. Al fondo, entre bibliotecas y cómodas, también habían dos o tres camas de hierro en posición vertical. El polvo me hacía picar la nariz y me resecaba la garganta. Esta estadía sería el fin para mi alergia.

Mi tía abrió la puerta sin llamar. El despacho era una habitación pequeña, toda de madera, completamente, un escritorio sencillo, pesado y repleto, realmente repleto de libros, de hojas, de carpetas, mugre. Completamente desordenado. A sus costados, una hilera de relojes de pie sin funcionar (salvo uno). Y en medio de tanto desorden y desorganización, surgió mi abuelo. Anciano, encorvado, con un rostro amable y dulce, pero recto a la vez. Apenas verme, su sonrisa se iluminó y, saltando algunos papeles regados por el suelo, corrió hacia mí.

―Nieta, nieta, oh querida nieta ―exclamó, mientras me tomaba de las manos y seguido me abrazaba con fuerza. A pesar de no verlo nunca, ese recibimiento tan alegre me gustó bastante―. Me siento tan feliz y honrado de que estés por aquí, que hayas decidido venir. Sé que te gustará. Sí, sí, sé que te sentirás cómoda, porque eres diferente a tu madre. Sí, sí, muy diferente. Este es el lugar para ti.

Parecía que más que hablarme a mí, se hablaba a él mismo. Soltando mis manos, mi abuelo observó a su alrededor.

―Y has llegado en el mejor horario. Has visto a todas esas personas ¿verdad? ―preguntó, escudriñándome con esa mirada. Mi tía carraspeó un poco.

―¿Se refiere a los clientes? ―pregunté con confusión. mi abuelo torció los labios y asintió, como quién no quiere la cosa―. Los vi. Sí, son muchos.

La sonrisa de mi abuelo volvió a crecer e iluminarse, dando un pequeño aplauso exaltado.

―¡Los vio! ¡los vio! Oh, qué feliz me siento. Sabía que era la correcta, sabí… ―Se cortó en seco, cuando se percató de la presencia de mi tía, como si nunca se hubiera dado cuenta que ella llevaba allí desde el principio―. ¿Qué haces todavía aquí? ¡Ve a cuidar la tienda! Debo hablar con mi nieta.

Mi tía volvió a suspirar enojada y se dio media vuelta en silencio. Sus pasos fuertes y pesados resonaron un tiempo más, hasta perderse en el piso de abajo. Cuando se hizo el silencio, mi abuelo volvió a mí.

―Nieta, nieta, te estarás preguntando por qué es tan importante que estés acá ¿Verdad? Bien, te diré. Quiero que cuando yo muera, tu heredes la tienda y te hagas cargo de ella. Quiero que seas la sucesora, ya que ni tu madre ni tu tía son capaces de hacer el trabajo que aquí se tiene que hacer, mmh.

―¿Y cómo sabe que yo sí puedo? ―Quise saber. Nunca en mi vida había trabajado, mucho menos en una tienda así. No sabía nada sobre el mantenimiento, las subastas, nada. Ni siquiera sabía de mi abuelo.

―Lo sé porque esta no es una tienda común y corriente. No, no. Esta es una tienda de almas.

―¿De almas?

―Sí, sí. Es una tienda de almas. Las almas de algunas personas vienen a reposar aquí, hasta que un cliente viene a pedirlas para un hijo, un nieto o algo así. Entonces, el cliente elige el alma que más le atraiga y la compra. Entonces, esa alma vuelve a vivir. Cuando muere su cuerpo, regresa con nosotros. Es una tienda de alquiler de almas. Pero la palabra alquiler no me gustaba mucho, así que la cambie. Queda mejor…

―¿Almas? ¿Es en serio? ―Le interrumpí. Quise reírme. Me habían enviado con un viejo loco, que había perdido la cuerda entre tanto mueble viejo.

―De almas, querida. Como escuchas. Las personas que están allí, sólo tú puedes verlas y solo tú podrás ayudarlas en su estadía en la tienda. Eres su cuidadora, su compañera. Las almas van a confiar en ti y seguirte. Te protegerán y te ayudaran. Las almas serán tus amigas.

Quién iba a decir que a mis 18 años, comenzaría a trabajar en una tienda que se encargaba de cuidar almas. Nadie, al menos. Y me alegra, porque si me hubiera avisado con tiempo, me habría negado a una aventura exquisita.

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